(Salvatore Finocchiaro - foto accanto) - En el barrio, a pocos metros de mi casa, aquí en la esquina. Una historia.... Antonio, en su pueblo natal, Avellino era carretero, tenía una mula y un carro que le permitía ganarse la vida, alquilándola a modo de flete para aquel que tenía que trasladar sus mercaderías de un pueblo a otro.

Así, a los trece años había logrado su libertad, el hecho de la independencia económica le permitía sentirse orgulloso frente a sus mayores ya que ayudaba a la economía hogareña. Después comenzó la guerra, él siguio con su trabajo, que en esas circunstancias se había reducido bastante, la crisis de post guerra lo embarcó, como a tantos en esa quimera de fare la América y llegó a Rosario lleno de expectativas, sueños y anhelos que le permitían enfrentar la dura realidad, ahora de este lado del atlántico con un plus de adrenalina que le permitía, a pesar del agotamiento por las horas de trabajo, el desafío que tenía por delante. Conoció por intemedio de otro paisano a Lidia, una abruzeza corajuda, dinámica y valiente que se enamoró frente a los encantos del Aveliano, ya que en su espíritu la llama del canto como el de todos los Napolitanos era una llama que alimentaba los corazones de todos los paisanos que se deleitaban en las horas de trabajo con el elixir que daba fuerza al espíritu. Antonio aprendió la profesión digna de albañil de su suegro. Comenzó a trabajar en la floreciente Chicago argentina con el boom de la costrucción. Antonio venía de un país donde nada sobra, entonces acostumbrado culturalmente al aprovechamiento de los recursos, todos los días cuando salía de su trabajo en bicicleta iba recogiendo lo que en cualquier abundancia se desprecia: los restos de ladrillos quebrados (como estaba él en su corazón por haber tenido que abondonar su lugar) que servían, como servía él, existía una utilidad digna en esos restos despreciados por lo ciudadanos de la abundancia. Así poco a poco, Antonio fue contruyendo su casa, invirtió cada esfuerzo, cada peso , cada ladrillo en lo que hoy es su casa, Ya jubilado recibe una magra asignación desde Italia, país al cual sigue adorando, una italia que ha olvidado, como a Antonio y a muchos otros que contribuían a reconstruir enviando dinero a sus parientes, los mismos que hoy lo miran con cierto desprecio ya que él vive en el tercer mundo. Gran constructor del primero e injustamente olvidado, hoy se enferma pues ya no tiene mucho qué hacer. De mi parte, es un reconfortante placer encontrarme con sus historias de aquel viejo continente que lo ha olvidado pero que él no puede olvidar, Al que no quiere viajar ya que no lo reconoce y no se reconoce en sus cambios de la modernidad. A mí megusta escuchar sus historias, y aunque no tan lejos ni tan cruelmente yo me siento un exiliado desde que salí de mi provincia, un poco por la verdad que lleva eso del salir del pago como dice la canción: “tira el caballo pa adelante y el alma tira pa atrás”, y otro poco porque soy un resultado de esa emigración tambien. En Antonio encuentro los lejanos relatos (como ecos de lo milenario hecho palabra) de mis padres, de mis tíos, de toda la familia que echó sus raíces aquí. Invento arreglos en mi casa, que me dan excusa los fines de semana para encontrarme con Antonio, un pedacito anónimo de ese todo que somos los descendientes que aquí estamos. Cuando pasa algun fin de semana que lo convoco, Antonio me para en la calle con sus 89 años para preguntarme si no hay algun trabajito de albañilería para hacer, y yo invento algo inexistente, en complicidad con él, para seguir construyendo esos retazos de historia necesarias para mi espíritu; con la alegría de sumar al ritual a mi pequeño Hijo Federico Vittorio, que extraña su ausencia y me exije ese abuelo que le enseña mucho más que su oficio.